Se habla mucho de la falta de credibilidad de los partidos políticos y de la consecuente desafección de la sociedad hacia sus representantes, y muy poco de la responsabilidad que tienen los sindicatos en este proceso de perdida de confianza de los ciudadanos en las instituciones.
Las organizaciones sindicales, como los partidos políticos, son una herramienta imprescindible en el juego de equilibrios de cualquier sociedad democrática, mas para que este contrapoder sea efectivo ha de jugar su papel de forma coherente e independiente.
Las continuas frases de agradecimiento que desde el Gobierno se dirigen a los sindicatos por “garantizar la paz y la cohesión social”, se me antojan cuanto menos como mensajes con enjundia. Sin duda, los agentes sociales, como cualquier negociador responsable, han de intentar preservar la paz, pero ¿Es esta la función principal de un sindicato?
A este respecto, algunas de las necrológicas frases que se le han dedicado al recientemente fallecimiento Marcelino Camacho, recordando su contribución a la pacifica transición sindical española, me han recordado la lucha de este líder comunista por un sindicalismo de clase, que no de estado, al menos en las formas. En aquella época, el llamado sindicato vertical carecía de toda legitimidad representativa, era simple y llanamente una de las herramientas del régimen para controlar la sociedad en nombre de la paz social y una forma de dar coartada a una legitimidad imposible; mientras que hoy, salvando las distancias entre los dos escenarios políticos y descontando la legalidad actual, la credibilidad de los sindicatos vuelve a estar en entredicho, esta vez por la dictadura del dinero en lugar de la del miedo.
La deseable autonomía de los sindicatos, especialmente la de los llamados sindicatos mayoritarios UGT y CCOO que reciben de la administración una media de 7 millones de euros mensuales, esta cuestionada; y las sospechas de que su dependencia financiera del gobierno de turno es lo que marca las prioridades de su actuación relegando los intereses de los trabajadores al minimo imprescindible, están mas que generalizadas. Un dato que lo demuestra es que la proporción de trabajadores sindicados disminuye año tras año.
En la medida en que la proporción de las cuotas con respecto al total de sus ingresos siga decreciendo, su credibilidad también ira menguando y la desafección aumentando. En este sentido, la frase pronunciada por el nuevo ministro de trabajo, Valeriano Gómez: “Los sindicatos no tienen el suficiente apoyo material, humano y de las instituciones” es cuanto menos, preocupante.
Si a esta dependencia financiera de la administración, añadimos otros factores como la poca transparencia en su gestión, la funcionarización de los cuadros sindicales, la gestión de los liberados sindicales, la falta de limitación de mandatos, su peso en la firma de convenios colectivos, y un largo etcétera, tenemos un caldo de cultivo muy peligroso en el que fotos de lujosas cenas o cruceros con corbata, se convierten en algo mas que anécdotas, haciéndonos reflexionar sobre la necesidad de acometer una autentica regeneración democrática también en el mundo sindical.
Las organizaciones sindicales, como los partidos políticos, son una herramienta imprescindible en el juego de equilibrios de cualquier sociedad democrática, mas para que este contrapoder sea efectivo ha de jugar su papel de forma coherente e independiente.
Las continuas frases de agradecimiento que desde el Gobierno se dirigen a los sindicatos por “garantizar la paz y la cohesión social”, se me antojan cuanto menos como mensajes con enjundia. Sin duda, los agentes sociales, como cualquier negociador responsable, han de intentar preservar la paz, pero ¿Es esta la función principal de un sindicato?
A este respecto, algunas de las necrológicas frases que se le han dedicado al recientemente fallecimiento Marcelino Camacho, recordando su contribución a la pacifica transición sindical española, me han recordado la lucha de este líder comunista por un sindicalismo de clase, que no de estado, al menos en las formas. En aquella época, el llamado sindicato vertical carecía de toda legitimidad representativa, era simple y llanamente una de las herramientas del régimen para controlar la sociedad en nombre de la paz social y una forma de dar coartada a una legitimidad imposible; mientras que hoy, salvando las distancias entre los dos escenarios políticos y descontando la legalidad actual, la credibilidad de los sindicatos vuelve a estar en entredicho, esta vez por la dictadura del dinero en lugar de la del miedo.
La deseable autonomía de los sindicatos, especialmente la de los llamados sindicatos mayoritarios UGT y CCOO que reciben de la administración una media de 7 millones de euros mensuales, esta cuestionada; y las sospechas de que su dependencia financiera del gobierno de turno es lo que marca las prioridades de su actuación relegando los intereses de los trabajadores al minimo imprescindible, están mas que generalizadas. Un dato que lo demuestra es que la proporción de trabajadores sindicados disminuye año tras año.
En la medida en que la proporción de las cuotas con respecto al total de sus ingresos siga decreciendo, su credibilidad también ira menguando y la desafección aumentando. En este sentido, la frase pronunciada por el nuevo ministro de trabajo, Valeriano Gómez: “Los sindicatos no tienen el suficiente apoyo material, humano y de las instituciones” es cuanto menos, preocupante.
Si a esta dependencia financiera de la administración, añadimos otros factores como la poca transparencia en su gestión, la funcionarización de los cuadros sindicales, la gestión de los liberados sindicales, la falta de limitación de mandatos, su peso en la firma de convenios colectivos, y un largo etcétera, tenemos un caldo de cultivo muy peligroso en el que fotos de lujosas cenas o cruceros con corbata, se convierten en algo mas que anécdotas, haciéndonos reflexionar sobre la necesidad de acometer una autentica regeneración democrática también en el mundo sindical.
Nito Foncuberta
1 comentario:
Que nuestros o “sus” sindicatos, viven anclados en un pasado, que ni son de clase ni son obreros, es evidente, que destruyen el tejido productivo también.
Pues si fueran de clase y obreros, lo primero que deberían hacer es no chupar de la teta del Estado y menos aún acaparar casi todas las subvenciones de la formación.
Deberían tomar ejemplo de sus homólogos europeos, en donde se nutren de las cuotas de sus afiliados y además mantienen sus cajas de resistencia, al “inaudito” con los sindicatos que nos toca padecer. Pero además saben canalizar bien, muy bien sus excedentes económicos canalizándolos estos, a sus propios bancos, empresas de seguros, agencias de viajes, economatos “baratos” conciertos de descuentos en multitud de empresas. Ya ni hablemos de la honradez, no veremos ni oiremos ni leeremos ningún sindicalista en un crucero de lujo.
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